Es propósito, no marketing ni postureo

Sonia Aparicio @soniaparicio

Nuestra manera de hacer empresa crea sociedad. Es una de las máximas que aprendí hace años en las clases de Control de Gestión y BSC que el economista y estratega Paco Navarro impartía a directivos del sector de la comunicación en el IE Business School.  Siempre lo he tenido muy presente y ahora me arranca una sonrisa cada vez que escucho el mantra de “el propósito de las marcas”. Como si no fuera harto obvio y conocido que todas y cada una de las decisiones que tomamos, en casa, en la oficina o en un comité de dirección, tienen consecuencias en nuestro entorno. Todo deja huella. Y no solo lo que hacemos. También —a veces, incluso más— lo que dejamos de hacer. No está este mundo VUCA para pasar por él de refilón sin tomar partido.

El marketing y la publicidad se muestran  hoy más vivos y ágiles que nunca a la hora de reinventar las mismas cosas de siempre. Todo parece ser nuevo —oro parece—, pero pocas cosas lo son. Y el propósito, que ahora vuelve a estar en boca de todos, enlaza directamente con el storydoing, que ya sabemos que se impone sobre el storytelling, y que así dicho y escrito parece una tendencia supermoderna del siglo XXI. Pero seamos sinceros: tampoco esto es ninguna novedad. Es el “hechos son amores…”  que decían nuestras madres y abuelas, sometido a la reinvención marketiniana que, con el toque pertinente de un anglicismo, siempre suena más cool. Mi abuela se llamaba Filomena y tras convertirse ahora en tormenta histórica y apertura diaria en los informativos y portadas de medio mundo, ha perdido su halo decimonónico y su nombre me suena mucho mejor.

Y en esa carrera de la reinvención constante que exige el mercado de la atención, el propósito viene a ser la versión avanzada y global de la responsabilidad social corporativa, tan necesaria, tan bien entendida en muchos casos, pero que tan oportunista ha demostrado ser en muchos otros —cuántas acciones publicitarias han resultado más caras que el beneficio social publicitado…—.

Cada vez se apunta más alto. Ya no basta con gestionar el impacto que nuestra actividad genera sobre nuestros diferentes stakeholders, sobre el medioambiente y sobre la sociedad en general. El propósito de marca es algo que impregna el espíritu: que el objetivo del negocio vaya más allá del propio beneficio empresarial. Seguro que alguno ya tiembla pensando en el bonus —ese que se reparte pase lo que pase, incluso en tiempos de vacas flacas y a costa de los recortes internos que sean necesarios para cuadrar bien las cuentas—.

Las empresas no son ONG y toda actividad profesional en el sector privado se somete al escrutinio implacable de la cuenta de resultados. De Perogrullo, que diría doña Filomena también. No hay viabilidad ni sostenibilidad empresarial imaginable sin el poderoso caballero Don Dinero. La pela es la pela. Money talks. Pero el ROI y la concepción tradicional del éxito empresarial han obviado siempre que la palabra beneficio es la suma de bene y facere, es decir: hacer bien. El propósito estaba ahí desde el principio, nos dice el análisis etimológico de la palabra, que me descubrió recientemente la historiadora y escritora Irene Vallejo en su columna dominical.

Los valores y el propósito protagonizan ahora la conversación con el riesgo de convertirse en un argumento de marketing más. STOP! Decía Miguel Justribó en los Días E que el propósito no debe convertirse en una simple excusa para hacer publicidad, sino que tiene que ser un objetivo prioritario que involucre a toda la organización. Cristalino. Y añado yo: aquellos que estén tentados de usarlo en su propio beneficio no habrán entendido que el mundo, hoy, es otro. Hace años que los estudios de mercado dibujan el perfil de un consumidor comprometido dispuesto a penalizar —léase dejar de comprar o consumir— a las marcas que no demuestren valores. No es una estrategia de venta; es una estrategia de vida. Lo que no eres no lo puedes fingir.

Cada vez somos más los consumidores que exigimos productos y servicios acordes con el mundo que queremos. Las empresas y marcas que en el siglo XXI permanezcan indiferentes a los desafíos sociales y ambientales correrán el riesgo de desaparecer. No será por no estar avisados —aunque las crisis recientes nos demuestren que a los humanos los avisos nos sirven bien poco—. Si nuestra manera de hacer empresa crea sociedad, todos, trabajadores, directivos y empresarios, tenemos una responsabilidad magnífica, por enorme y maravillosa a la vez, que va mucho más allá de la cuenta de resultados. Responsabilidad social corporativa elevada a la enésima potencia.